lunes, 19 de enero de 2015

Los Pasos Perdidos

Inmediatamente pedí que cerraran la tapa del ataúd. Estaba vacío. Mi compañero y yo nos miramos desconcertados, y entonces caímos en la cuenta: el ataúd era barato y la tapa quedaba floja, el muerto debió caer de la parte trasera de la pick-up cuando pasamos aquel vado que nos hizo saltar. No nos dimos cuenta, estábamos absortos escuchando la transmisión del partido de fútbol.

martes, 7 de octubre de 2014

María José

Hoy parece que ella tiene la voz todavía más dulce que ayer. Ensaya frente al espejo, se mira de perfil, pasa la mano por sus muslos y sus caderas buscando las curvas nacientes. Se palpa el pecho pequeño, sonríe. Se pasa la mano por el rostro, pero ahí están todavía, los trazos de una barba incipiente le recuerdan que aún queda mucho camino por recorrer en el tratamiento hormonal.

sábado, 4 de octubre de 2014

Malena no llora más

Como un bigote a lo antiguo, debajo de la nariz Malena tiene una franja delgadita de café con leche. Sonríe, recuerda cuando era niña y le quedaba leche en la cara y su madre la perseguía con la servilleta para limpiarle la boca.

Hoy Malena no se acuerda de las servilletas, no quiere ser adulto responsable, quisiera volver a ser niña y traer a su madre de vuelta. Se limpia la cara con la manga del suéter gris, no le importa ensuciarlo, y sigue tomando su café con leche. Sorbos chiquitos, para aplazar el momento de ir al funeral.

Microcuento

"Deberías airearte un poco" le dijo su esposa sin adivinar que él tomaría la sugerencia literalmente. El se convirtió no sólo en aire sino en agua, tierra y fuego, dejando de una vez y para siempre el sillón a cuadros frente al televisor.

viernes, 20 de junio de 2014

La Hija del Farmacéutico

La noche que explotaron las calderas de los baños públicos junto a la Farmacia Alameda, Eugenia Ignacio conoció a quien cambiaría el rumbo de su vida.

Tras la explosión de la caldera, la gente se precipitó a la farmacia a pedir agua de espantos. En la trastienda, Eugenia y sus siete hermanas mayores revoloteaban de un lado para otro, apuradas en preparar la mezcla de agua, azúcar, colorante artificial rosa y polvos de espanto:

Mezclar en grandes garrafas 1 tanto de los polvos con 4 tantos de agua al  tiempo. Servir en vasitos de 4 onzas.

Las hermanas Ignacio se afanaban en medir, mezclar y servir, y después hacían turnos para salir con la bandeja llena de vasitos con líquido color rosa  a repartir entre los clientes. Mientras estaban en el mostrador,  aprovechaban para echar un vistazo a la clientela, si había algún muchacho guapo bajaban coquetas la mirada mientras acariciaban con aire distraído los rizos que escapaban de sus peinados. Don Abel Ignacio vigilaba celoso la virtud de sus hijas, pendiente del menor gesto de coquetería o las miradas de los hombres sobre sus hijas.

Los turnos de sacar la bandeja no incluían a Eugenia, la menor de las hermanas, quien por tener apenas 15 años no le era permitido interactuar con los clientes. Eugenia, en realidad prefería la trastienda donde todo era silencio y podía deleitarse mezclando los polvos de curar: rosa viejo para el espanto, amarillo canario para la bilis, morado obispo para el amor, azul hortensia para la memoria y verde espárrago, unos polvos que nunca explicaron a Eugenia para qué servían pero muchos caballeros de avanzada edad los solicitaban.

Don Abel Ignacio heredó la farmacia que había abierto su abuelo cuando llegó de España hacía más de un siglo, y después de un viaje largo por el mundo donde aprendió los secretos curativos de antiguas culturas: el enigma de las plantas medicinales chinas, el poder de los huesos africanos, la intriga afrodisíaca de metales tibetanos, la sutil seducción de especias indias y la sencilla complicidad de las flores amazónicas. Con esos misterios de la vida real y una enciclopedia de términos médicos y partes del cuerpo humano, el abuelo Ignacio llegó al pueblo de Las Arboledas y estableció la farmacia en una esquina de la plaza, junto a los baños públicos y a contra esquina del restaurante de Don Pepe. Construyó la farmacia con pisos de mármol y un mostrador de madera oscura con diseños de plantas labradas en los paneles. En los estantes, detrás del mostrador, se formaban frascos de porcelana blanca y azul exhibiendo los nombres en latín de las hierbas base de los remedios: Matricaria Chamimilla, Lavándula angustifolia, Tilia platyphyllos. En la trastienda preparaban frascos de ungüentos para el dolor, concha nácar para las cicatrices, pomada para la reuma y té para el dolor del riñón; esencia de azares para las novias y agua de rosas para los muertos.

En los últimos años, la crisis había obligado a Abel Ignacio a reducir las medidas en las cantidades de las pócimas y a añadir más agua y más colorante a los remedios.

– Es una vergüenza que engañes a la pobre gente – lo sermoneaba su   
esposa Matea – la gente ya no cree en agua de espantos ni agua de bilis. Para curar esas cosas siempre está el alcohol, no tus agüitas de colores.

Pero la explosión de las calderas de los baños públicos habría de probar que Matea Ignacio se equivocaba. Tan la gente necesitaba algo para el susto de la explosión que acudió en desbandada a la farmacia a pedir vasitos de agua de espanto, y mientras esperaban la dosis intercambiaban sus experiencias del evento:
– Alguien se quedó dormido con un cigarro en la mano.
– ¡Qué cigarro ni qué cigarro, era pura mariguana!
– ¡Salieron todos corriendo, así encuerados!
– Dicen que el gobernador estaba en un vapor privado con un muchachito.

Aun la gente que no había estado ni remotamente cerca de los baños, acudió por su vasito de agua de espanto con la intención de participar en el evento.

Las hermanas Ignacio no se daban abasto para atender a tanta gente, por lo que arrastraron a Eugenia con ellas para que las ayudara desde el mostrador, en vez de estar en la trastienda. Y así fue como Eugenia vio por primera vez a José Santa Mar.

… Continuará.


domingo, 8 de junio de 2014

Agripina Melgar

Agripina Melgar se murió de risa. Su vida había transcurrido tranquila, sin sobresaltos, impulsada solamente por la amargura que anidaba en su pecho y que le había dado la forma de ganarse el pan.

Agripina se ganaba la vida llorando; en los velorios acompañaba a los muertos con sus mejores lamentos, se balanceaba de un lado a otro desgarrándose la ropa según la intensidad de la pena, o lloraba enlutada durante días. En las bodas del pueblo las suegras se la disputaban para que se sentara junto a ellas a derramar lagrimas durante la ceremonia entera, igualmente los políticos la contrataban para que se conmoviera con algún discurso. En estos casos Agripina se ponía reacia a participar, pues no le agradaban las hipocresías políticas, sin embargo, cuando los altos jefes le prometían camas nuevas para el asilo ella accedía de mala gana pues sabía que muy probablemente sus días acabarían ahí. Se equivocaba, no le dio tiempo de verse desterrada a un asilo, cuando menos lo imaginaba se murió y de algo que ni siquiera estaba en sus planes: de risa.

Era el velorio de la Madre Crisóstoma en el convento de las hermanas Josefinas. La pobre monja nunca pudo reponerse de un susto y murió delirando mientras juraba que había visto al mismísimo demonio robando azúcar en la alacena. Las hermanas estaban muy conmovidas rezando en silencio. Agripina desempeñaba su papel a la perfección acompañando los llantos; frente a ella cabeceaba la hermana Sufragio, una monja regordeta y bigotona. De pronto, Agripina pudo ver de reojo un grillo trepando por la falda de Sufragio quien siguió repasando las cuentas del rosario entre sueños y sin inmutarse. El grillo desapareció por la rodilla de la mujer, y ésta comenzó a hacer pequeños gestos al sentir las cosquillas en su pierna; el animalito siguió cuesta arriba y la monja comenzó a moverse discretamente. Agripina había perdido ya la concentración y la melodía de sus llantos comenzaba a desentonar al sentir un pequeñísimo temblor naciendo del estomago y subiendo por las costillas, pero desvió la mirada. Sufragio seguía retorciéndose hasta donde su discreción se lo permitía, Agripina la miraba de reojo y sentía que el temblor en su cuerpo iba creciendo a la par que su boca se empezaba a estirar sin poderla controlar.

Finalmente, la hermana se levantó como impulsada por un resorte y comenzó a correr alrededor del ataúd dando alaridos y jalándose la falda, terminó por quitarse las enaguas y siguió dando saltos.

Agripina Melgar no pudo aguantar más y se dejó invadir por el temblor que la sacudía, abrió la boca y de su garganta salió un sonido ronco, afónico, como enmohecido, que poco a poco fue tomando ritmo hasta convertirse en lo que los demás calificaron como risa histérica. La hermana Sufragio, indignada había dejado de correr y se mantenía con los brazos en la cintura moviendo de arriba a abajo su pequeño bigote, lo que la hacia verse aun más ridícula. Las demás hermanas miraban con la boca abierta a Agripina hasta que la madre superiora comenzó a salpicarla de agua bendita, pero ella siguió riéndose hasta que cayó al piso con una sonrisa enorme en los labios y, finalmente, paz en su alma.




viernes, 23 de mayo de 2014

Desnudo por Desnudo

Mientras desayunaba café con leche y una concha de chocolate, Malena reparó en el artículo del periódico que anunciaba la sesión de fotografía del estadounidense Spencer Tunick, famoso por fotografiar cientos de cuerpos desnudos en escenarios urbanos. Esta vez, el fotógrafo estaría en el país y convocaba al público mexicano a posar desnudo en el centro histórico de la ciudad.
Malena sopeó una vez más la concha en el café y miró sus manos marchitas. A los setenta y cinco años, las “flores del sepulcro” cubrían sus manos rugosas.

– Abuela – solía decirle su nieta Rosa – parece que te salpicaste las manos de caldo de frijol.

Posar desnuda, pensó Malena. ¡Que disparate! Ser famosa. Estar –aunque sumida en el anonimato– expuesta en las galerías de todo el mundo. Malena poco sabía de arte y mucho menos del de estos tiempos, pero según veía en la nota el fotógrafo era famoso, había expuesto su trabajo en Europa, era importante.

Terminó su taza de café y cerró el periódico. Miró el reloj de la cocina, eran apenas las 9 de la mañana y en su día no había nada agendado más que preparar la comida para cuando los demás miembros de la familia regresaran. Con calma dobló el periódico y lo guardó junto con los otros periódicos viejos en la covacha. 

El pensamiento seguía ahí, igual que el periódico en la covacha. Malena regresó por él, recortó la nota con la convocatoria para dentro de dos semanas.

A la hora de la comida Malena no pudo evitar mencionar al artista y aventuró un comentario.
– ¿Vieron que viene un gringo a tomar fotos de gente desnuda en el zócalo?
– Pinche gente loca – espetó su yerno Luis – ¿qué ganan con encuerarse?
– Papá –corrigió Rosa, quien a sus dieciséis años era una activista nata – es arte. Es súper famoso, de lo más cool.
– De su arte a mi arte… – siguió Luis con una risa burlona – Delia, gorda, pásame más tortillas.
Malena dejó el tema en paz, pero al día siguiente, a la hora de la cena no pudo evitar retomarlo y anunció

– Voy a apuntarme para salir en la foto

Luis no pudo evitar una carcajada que hizo que el agua de jamaica se le saliera por la nariz

– Perdón suegrita, perdón – dijo limpiándose la boca con la manga de la camisa – con todo respeto, pero usted la neta…

Su comentario se detuvo ante la mirada retadora de su esposa

– Mamá – siguió Delia tratando de sonar paciente – quieres salir en la foto porque te parece muy romántico lo que hizo María Gregoria allá en el pueblo, eso de dejarse retratar por el extranjero…
– … de “ojos color de musgo y barba de fuego” – terminó Rosa la historia cerrando los ojos soñadora – Sí abuela, sí ve. Yo te acompaño.
Ramón, el esposo de Malena, había permanecido mudo durante esas conversaciones, a sus ochenta años le quedaba poco interés por la mecánica de su familia y prefería pasar sus días ausente en sus pensamientos. Pero esta noche se decidió a participar en la conversación.

– María Gregoria era la puta del pueblo – dijo Ramón dando un manotazo en la mesa – mi esposa no va a andar haciendo esas sandeces en público, y menos a esta edad.

Malena agachó la cabeza sintiendo la mirada de su yerno, probablemente reparando en sus pechos marchitos y su vientre arrugado que después de haber parido seis hijos colgaba como delantal sobre su pelvis. Pero para Malena era importante hacer algo diferente con su vida, sentirse ligera de sus ropas de madre, esposa y abuela en el anonimato de miles de desnudos en el zócalo de la ciudad. Malena confió en la mirada silenciosa de Alfonsito su nieto y de sus oídos secuestrados por el ipod, y supo que ese joven sería su cómplice. 

Sin chistar, Alfonso la ayudó a entrar a Internet y registrase para el evento sin formular preguntas inquisitivas. Malena salió del cuarto del adolescente apretando entre sus manos la hoja de registro con la fecha de la cita: lunes 7 de mayo, 6 AM en el zócalo capitalino. Sonrió al descubrirse pensando la pregunta de costumbre ¿qué me voy a poner?

Durante las dos semanas siguientes, Malena soportó la burla de toda la familia y la amenaza eterna de Ramón
– Pobre de ti y te atreves a esa tontería, primero muerto a que mi esposa se esté exhibiendo encuerada ante toda la ciudad y peor aun en el extranjero.
– Déjala abuelo – salía Rosa en defensa – si se va a hacer famosa, este fotógrafo expone en todo el mundo
– Pa’l caso – terció Luis – que salga en el pleiboy ¿no suegrita? así aunque sea nos saca de pobres.

El 7 de mayo el nuevo día llegó despacio a la plaza, pintando de tímidos rayos las paredes centenarias de la catedral, bañándola de una luz azul pálido.

Cuando Malena llegó a la plaza, miles de personas esperaban pacientes la llegada del fotógrafo y su equipo de producción. Se preguntó qué había impulsado a participar al resto de los presentes quienes se cobijaban del fresco de la mañana aferrándose a sus ropas, anticipando el frío que sentirían al despojarse de ellas para la fotografía. Malena reparó en que, en esta ciudad tan clasista, la ropa era un medio para identificar el estrato de donde provenía cada persona, y se preguntó si al verse desnudos en la plaza finamente encontrarían una igualdad en este país de contrastes. Poco a poco fueron llegando el resto de los participantes y el equipo de organizadores comenzó a repartir órdenes tratando de coordinar a la multitud que llegó a sumar 18 mil personas y a pedirles que comenzaran a desvestirse.
– ¡Atención! Las ropas se dejarán en estas cajas de cartón bajo las carpas, aquí vienen a recogerlas al final de la sesión.

A Malena se le hizo un nudo en el estómago y por un segundo quiso desistir del proyecto, ya no le pareció tan romántica la idea de acostarse junto a un gordo de testículos morados o junto a una joven veinteañera con todavía todo en su lugar que haría que Malena cayera en la nostalgia y la vergüenza. Al mirar al suelo encontró rastros de perejil y cebolla picada todavía frescos, y más allá un charco con agua y grasa de anafre. Estuvo a punto de salir corriendo, pero esas imágenes se disiparon cuando sintió su desnudez y el aire fresco de la mañana golpear su piel. Por primera vez en muchos años se sintió libre al verse desnuda, como cuando era niña y se metía a nadar en la zanja detrás de su casa en el pueblo y no había nadie ni nada más que ella y el agua fría.

Parada frente a palacio nacional Malena se sintió libre, desnuda, importante. Aún perdida en el anonimato de la multitud sabía que estaba contribuyendo a formar una obra de arte, y aún siendo un pequeño punto en la fotografía estaría expuesta en las paredes de un museo.
Por estar sumida en sus pensamientos casi no pudo reconocer a su hija y su nieta quienes la tomaron de la mano, compartiendo su propia desnudez, seguidas de su yerno, quien a regañadientes se desabrochaba la hebilla del cinturón y se despojaba de su camiseta deportiva, uniéndose al anonimato de aquella masa desnuda.